Hay algo que debéis saber todos. Todos aquellos que pensabais que la primera semana iba a ser juerga y jolgorio y fiestas y nuevos amigos. NO. No es verdad. La primera semana que llegas a una ciudad nueva, a un piso nuevo, a una Universidad nueva, NO MOLA EN ABSOLUTO. Al menos los dos primeros días. Al segundo día, empiezas a filosofar con una cerveza y empiezan a verse las cosas de un modo distinto. Y al día siguiente estás comprando fruta y verdura en un mercado precioso, sin entender apenas lo que te dicen, pero ¡y qué!
La primera sensación que se siente al llegar a Berlín es que no sabes exactamente en qué país estás. Ya os imagináis el metro: turcos, asiáticos, latinoamericanos, franceses, ingleses... españolas perdidas... Pero no es estresante. No sé cómo lo hacen, no sé si es la puntualidad de las numerosas líneas de metro perfectamente conectadas, o las grandes y anchas avenidas con doscientos bares entre los que elegir, o la tranquilidad de la gente viajando en bicicleta por todas partes... Pero al salir a la calle, uno se siente relajado. De hecho, al volver a casa es cuando me pongo triste. Y eso que tengo una pedazo de casa...
Esta es mi habitación.
Desde aquí os escribo.
Aquí me he hecho hoy un delicioso arroz con pollo.
Pero en ella no paro de preguntarme cómo lo hace mi madre para llevar la casa adelante. Estos días estoy sola, mis compañeros de piso aún no están, y eso lo hace todo todavía más triste. Pero al menos ya me he quitado el papeleo de la facultad y esta tarde viene Beni a visitarme.
La verdad es que el principio es bastante duro. ¡Pero hoy he puesto una lavadora y la ropa sigue entera! Así que, caminante, se hace camino al andar.